jueves, 9 de junio de 2011

Breve relato con aroma a Olivo.

Perfumada por la luna y con textura de mujer, creció entre atardeceres riojanos. De la tierra regada con horizontes montañosos, cerca de cactus y no muy lejos de los andes, el campo de olivos se encuentra alambrado y a su alrededor, mezclándose con el paisaje, unos carteles corporativos se camuflan como gigantes camaleones entre tonalidades marrones y verdes.
Ella pasa los días silbando a lo bajo, tomando color y forma junto a sus hermanas, colgada del racimo más alto, bailando el susurro del viento, tomando sol norteño, deseando ser madre, semilla que brota y da a luz. La siesta habla en silencio cuando el zonda trae un pardo sentimiento.
Ernesto trabaja para la cosecha, cinco hijos, y un humilde rancho, extraña el sonido de la lluvia, todos los días se acuesta temprano para madrugar el alba siguiente; por las mañanas busca agua y por las tardes, mientras canta una vidala, recolecta las mejores, las seleccionadas finas de exportación.
Su deseo, como el de tantas otras, es no ser enfrascada, vendida, comida ni defecada; parte de la cadena alimenticia, productiva y despiadada.
El hombre piensa en su futuro, pero se detiene en el presente. Siente los besos de su mujer, los abrazos de sus hijos, el amor aimogasteño, lo mucho que trabaja, lo poco que tiene y sin embargo una sonrisa ancestral invade su rostro.
Mientras la mira, piensa que es perfecta (ella también lo mira a él), que nunca vio ninguna igual (nunca antes había visto una sonrisa). La saluda con el cariño propio de las facciones curtidas, cachetes pincelados por la puna, manos de pueblo que desea, sufre y goza. Ernesto, en un gesto con el cuerpo, le da gracias a la primavera, luego toma la olea con sus dedos: pulgar e índice la sostienen para desprenderla con la fuerza que solo nace del espíritu y las entrañas; al mismo tiempo ella se suelta, se deja llevar, fluye libremente rumbo al otro lado de lo conocido, cierra sus poros y abre la carne de su frutal hermosura. A pesar de su pequeño tamaño la sostiene con ambas manos, la observa como se contempla al amor enamorado, la besa con la historia, la abraza con la leyenda y recuerda a su abuelo hacer lo mismo, suspira… Lentamente come una mitad de su cuerpo y a la otra mitad la entierra con cuidado, cubriéndola de hojas en el suelo.
Ella dice adiós con el sueño cumplido, yace con medio carozo desnudo, se marcha intacta de felicidad y tristeza, quién sabe donde y hasta cuando.  
Al despedirse, mientras canta otra vidala, el hombre camina llenando la canasta de aceitunas que después serán enviadas a Buenos Aires, donde serán envasadas y luego embarcadas a otros mundos, donde el verde no representa la paz, ni la paz es verde…




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