miércoles, 13 de abril de 2011

Noche trastocada.



Él se encontraba en el balcón del departamento, la noche era calma, calurosa y podía apreciar el brillo de las estrellas. Estaba fumando un puro Montecristo que un amigo le había traído desde la Habana; lo guardaba para algún momento especial. Se sirvió mas vino, bebió un ligero trago de la copa y pensó que ya no podía seguir sosteniendo el vacío que sentía en su interior. Terminó el brebaje y al tabaco lo dejó encendido.
Entró al apartamento en busca de otra botella. Fue hasta la bodega. Al entrar recordó el acuerdo al que habían llegado al mudarse por disponer de una habitación como bodega para guardar las bebidas que antes elegirían juntos en el supermercado para después beberlas en reuniones o noches íntimas. Tomó un Estancias de Mendoza reserva 1983; también lo guardaba para algún momento sublime. Luego regresó al balcón a seguir bebiendo y contemplar las maravillosas enanas blancas de la galaxia.
Una hora más tarde se dirigió al baño, abrió la ducha, se desvistió y percató que no tenía toalla. Saliendo del baño miró su rostro en el espejo. De verdad que estaba flaco y pálido, la barba le escondía la sonrisa que hacia meses no veía y sus pupilas eran como dos nubes en plena tormenta.
Cuando entró a la habitación, en busca de un toallón, sintió su perfume, vio su fina silueta dibujada en el colchón y miró en la mesita de luz del lado de ella el portarretratos con la foto del verano pasado en Río de Janeiro, la había tomado un pescador y se veían verdaderamente felices. Tuvo un deja vu. A esta secuencia ya la había vivido una y otra vez desde hacía mas de seis meses, todos los días, a cualquier hora, casi constantemente. De repente empezó a sentir que lo abrazaban, al principio se entusiasmó, pero de inmediato perdió la alegría al percibir que el brazo que parecía contenerlo en realidad lo estaba ahorcando. Los dedos de esa mano le tomaban su nuez de Adán de manera tan fuerte que se quedaba sin respiración. Su reacción fue la de un niño débil e indefenso: un llanto tenaz, desconsolado, como el de alguien a quien le arrebataron el alma sin demora y sin más tiempo que el necesario para emitir un último lamento desgarrador.   
Cuando estuvo en condiciones de mantenerse en pie volvió al baño donde la ducha lo esperaba. Pero su angustia era insostenible, hasta el agua le traía recuerdos, elemento sobrenatural indispensable para la supervivencia. Al salir limpio y fresco se sintió mínimamente mejor; regresó desnudo al balcón con el cabello todavía mojado. El habano lo esperaba apagado en el viejo cenicero de bronce que había sido de su abuelo, pero eso ya no tenia importancia. Lo encendió, hizo tres pitadas y volvió a dejarlo en su lugar. Dirigió su deprimido cuerpo al cuarto, se vistió con ropa cómoda y preparo el bolso como para emprender un largo viaje. Luego fue a la cocina, buscó el kerosene y, con excepción del balcón, lo roció por todo el hogar. Caminó a paso muy lento hasta la puerta, en el trayecto iba haciendo un caminito con el liquido inflamable. Al llegar a la salida, temblando pero sin derramar una gota de sudor, sacó del bolsillo de su Jean un Zippo plateado, lo frotó de una sola vez sobre su muslo derecho y simplemente lo dejo caer -como caería el pétalo de una rosa de acero- para quemar todo lo que le hiciera recordar a su vida anterior. La botella de vino que aun contenía la mitad del líquido había quedado afuera, pero él nunca se enteraría de ello.
Se mantuvo firme, parado bajo el marco de la puerta, observando como todo empezaba arder, la luminosidad del fuego se reflejaba en su piel y en sus ojos, el olor a muerte era intenso, mientras la madera de los muebles empezaba a crujir enfurecida. Rápidamente todo se convertía en llamas. Sin embargo, no pudo quemar ni borrar de su memoria, la dulce mirada de una mujer, que no reconoció, pidiéndole entre lagrimas que no atravesara el rectángulo, suplicándole que no se marchara.
Al salir del edificio caminó hasta la terminal de ómnibus, no sabía donde ir, ni como era su nombre, ni qué había sucedido, ya no recordaba nada, ni la angustia, la mujer, ni las llamas. Tomó el próximo colectivo con destino a La Cumbre, nunca pudo llegar, el hombre nunca despertó, hacía seis meses que había muerto incendiado en su departamento.      







(de la serie "Cuentos de Nueva Córdoba - con toda y sin frivolidad")

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